jueves, 26 de junio de 2014

La nueva kakangelización


En griego "kakón" (que significa malo, torpe, etc.) se usa como prefijo opuesto a "eu" (que significa bueno, adecuado, etc.). Así que si "eu-angelion" es una buena noticia -y para nosotros la Buena Noticia por excelencia: Jesús=Dios con nosotros-, "kak'angelion" vendría a ser una mala noticia; y tal vez la mala noticia por excelencia: estamos perdidos, en la sombra y la tiniebla, deambulando en el vacío.
Cualquiera diría que la palabreja me la inventé yo, pero no: aparece ya en Plutarco y en Esquilo. Es que esto del vértigo de la tiniebla, de sentirse más perdido que salvado, confiar más en la oscuridad que en la luz es algo bastante nuestro. El propio Juan dice que «los hombres amaron más las tinieblas que la luz» (3,19). No es tan claro que los hombres deseen salvarse. Y aun peor: que los que están enviados a anunciar la Buena Noticia deseen hacerlo, y no encuentren más bien excusas para kakangelizar.
Gracias a un tuit de Hernán pude ayer leer algunas partes de este libro. Una interesante lectura, que resume muy bien el espíritu de la kakangelización: esta vida es un infierno, y es sólo el anticipo del que en realidad nos espera, dispuesto por Dios para toda la eternidad. Por supuesto, eso no impide que sepamos que también está el cielo, pero así lo enuncia el autor: «para conocer la horribilidad del Infierno es medio muy proporcionado poner los ojos en su contrario, que es el Cielo» (pág. 534) luego viene una descripción a trazos gruesos de los placeres celestiales, tras lo cual vuelve el autor a lo que toca: los infiernos de esta vida, anticipos infinitamente menores a la «oscura cárcel que la infinita justicia de Dios fabricó en la creación del mundo en medio del corazón de la tierra» (pág. 537).

El cometido de la evangelización es anunciar que estamos por fin salvados, que quien lo desea, puede ir a la luz: «los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mt 11,5), sin embargo andando el tiempo, fueron imponiéndose de a poco las sensibilidades kakangélicas, de tal modo que el anuncio se invirtió: «oh, tú, horrible mundo, tú, que prefieres la tiniebla, ¡estás condenado!».
Y no se crea que aquel texto sobre el infierno constituye una excepción, porque es muy viejo (de 1750). La cosa llegó incluso a textos de devoción, como el tan central «pésame», que todos hemos aprendido de chicos: «pésame por el infierno que merecí, y por el cielo que perdí». Parece muy devoto, pero es horrible, completamente kakangélico, que un cristiano ponga por delante su dolor por el pecado, antes que el perdón que ya le ha sido dado, y la alegría del cielo por la vuelta (otra cosa sería que dijera «por el cielo que podría haber perdido»).
Toda esa predicación del infierno más que del cielo, de nuestro obrar más que del de Dios, de la perdición, más que de la salvación, de la sombra más que de la luz, fue declinando de a poco: simplemente el mundo dejó de escucharnos. Cualquiera pensaría que es porque el mundo no quiere infierno sino cielo, o porque la gente es demasiado optimista... No lo creo. Pienso que sigue valiendo la observación de Juan: el hombre natural ama más la tiniebla que la luz, sólo que no necesita de nosotros para descubrirla. El mayor halago que tenemos los seres humanos para cualquier cosa es afirmar que «vale la pena», con lo cual ponemos la pena y el dolor como moneda de cambio. Ese cristianismo de condena y pesadumbre no es necesario, porque el mundo mismo no experimenta sino la condena y la pesadumbre, ¿qué de nuevo le anuncio si le anuncio eso? «¡A vivir que son dos días!», se dice en el mundo...

Pero llegaron los tiempos de la nueva evangelización. El papa, creo yo, nos está dando un interesante ejemplo de equilibrio en cómo no olvidar los aspectos sombríos que la fe implica, teniendo a la vista el anuncio de la buena noticia, no de la mala. Es decir: implicar los aspectos sombríos sin convertirlos en mala noticia, ni mucho menos en centro del anuncio. No digo que el papa sea el único, ni sea apto para todas las sensibilidades, pero en general es un buen ejemplo de cómo hablar del demonio, de la excomunión, y de las demás realidades «de la sombra», sin hacerlo como centro de la fe, sino más bien como recorte de ese centro luminoso que está a cada paso en sus labios de predicador.
Sin embargo, junto a esta "nueva" evangelización, se está desarrollando también con bastante fuerza una nueva kakangelización, un nuevo modo de predicar las sombras, de amenazar con la condena, o de medir la salvación a partir de la condena. Se trata de todos esos sitios católicos que se dedican a demostrar que el mundo "fue y será una porquería", y a medir su propia santidad y pureza de costumbres con el fango infinito en el que el mundo está sumido. ¡Como si el mundo no lo supiera! ¡Como si cada uno de nosotros no supiéramos -como si no lo sintiéramos a cada instante- que solos estamos perdidos!
Todos estos anunciadores de desgracias, predicadores de la muerte y de las negruras de la existencia olvidan que el mundo no era distinto cuando llegó el evangelio: estaba repleto de los mismos pecados que ahora, y hasta en mayor cantidad. Si tenemos escasas palabras condenatorias de este mundo y sus costumbres en el Nuevo Testamento fue precisamente porque en sus tiempos vitales la fe cristiana no hizo de eso su centro: predicó la gracia y la aceptación sin condiciones, y sólo cuando abrió el camino del amor de Dios en el mundo, los hombres fueron descubriendo las profundidades de ese amor y cómo expresarlo en sus propias vidas, y crearon instituciones nuevas y adecuadas para dar cuenta de ello.

Ese es el camino que debemos seguir, quizás con un nuevo énfasis en la responsabilidad absolutamente personal de ese descubrimiento de amor, que no era el énfasis de la cultura en la que nació el evangelio (y que justifica hablar de la necesidad de una "nueva" evangelización), pero con su misma impronta: hablar de lo que nos toca, y no hablar de lo que no nos toca. Porque no hemos sido enviados para juzgar sino para anunciar la salvación. Un anuncio del que depende nuestra propia salvación.

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